martes, 8 de agosto de 2023

Señorita Angélica.

 

        Es difícil traer al presente recuerdos de cosas que pasaron hace muchos, muchos años atrás. Creo que de tanto contarlos, éstos, se van distorsionando. Nunca se cuentan de la misma manera, se agregan o se omiten cosas.

        Hacía poco tiempo que nos habíamos mudado. Entre otras cosas, tuvimos que cambiar de escuela. Hoy sé, que las mudanzas son muy traumáticas, afectan mucho; pero en ese momento de mi vida no sabía nada de todo eso. Pero sé que algo pasó en mí. Fue, creo yo, el detonante para pensar.

Mi primer día de clase en la nueva escuela. El nerviosismo de la noche anterior se hizo notar. Me costó levantarme. Me dormí muy tarde pensando cómo sería.

Mamá nos preparó para el desayuno, mate cocido y pan con manteca, nos puso como regalo un poco de azúcar en el pan. Mis hermanos mayores ya habían terminado el primario. Mie hermanita y yo íbamos a ir a esa escuela. Mi mamá estuvo planchando hasta tarde, tenía una plancha que calentaba en el calentador. Con eso, recuerdo que no teníamos cocina, solo un fogón a carbón o leña.

Era linda mi mamá. Alta, delgada, con una sonrisa hermosa. Ella trabajaba en una casa de familia en el centro. Ese día nos acompañó hasta un puente de la avenida 72 que lo llamaban pasarela, construido para que las personas que vivíamos del otro lado de las vías, pudiéramos pasar sin correr riesgos y los niños llegar a la escuela. Así llamaban a los que vivíamos en ese lugar: “Los del otro lado de la vía”.

Todo era nuevo. Me dio mucho miedo subir los escalones de ese puente. Por mucho tiempo me dieron mareos cuando caminaba por ahí arriba, viendo los autos pasar por debajo. Allí nos despidió mi mamá diciéndonos: “Sigan a los otros chicos”. Ella tomaría el micro para ir a su trabajo. Tomé a mi hermanita muy fuerte de la mano y hubo un nuevo comienzo. El puente tenía casi…. No sé…. Una cuadra y media de ahora. Los chicos corrían. Ellos ya estaban acostumbrados.

Al bajar teníamos que recorrer la estación provincial y salir a la calle 18 que es donde queda la escuela.

La estación es la que ahora llaman, “Vieja Estación”. El ir y venir de los trenes de carga que llegaban de otro lugar me impresionaba. Los estibadores a pecho descubierto, subían y bajaban bolsas con distintos granos, semillas, leña, carbón que trasladaban a distintos lugares de la provincia. Todo eso me aturdía, pero teníamos que llegar a la escuela.

Llegamos. Los niños en el patio, cantaban “Aurora”. La directora nos dijo que esperáramos en la dirección; pronto vendrán sus maestras a buscarlas. Pasado un rato se abrió una puerta, y aparecieron dos maestras muy sonrientes que preguntaron nuestro nombre y otras cosas.

Mie hermanita salió de la mano de su maestra, sin antes poder decirle que me esperara al salir, que nuestra hermana mayor vendría a buscarnos.

Ella me miró. Era hermosa. Rubia, muy menuda. Su blancura se confundía con el blanco de su delantal, y dijo: “Yo soy Angélica Coccucio, tu nueva maestra.”

El tiempo que pase con mi nueva maestra fue inolvidable. Una de las personas que más me marcó en mi vida. Creo que sin ella, mi camino hubiera sido diferente. Me enseño que en la vida nada es fácil. Que todo es sacrificio. Que nadie da nada por nada. Que hay que luchar por los sueños. Que todos tenemos derecho a soñar, a no dejar que te los roben. A hacer valer mis derechos.

Claro está que todo eso lo comprendí, ya pasado los años. Fue muy fuerte su presencia en mí. En una oportunidad, hubo un concurso en la escuela. Quinto y sexto grado tenían que escribir una redacción. Todos participaron. Recuerdo que cuando me nombraron, la emoción fue muy grande. También nombraron a la hija de la directora. Un empate dijeron.

Mi maestra y la maestra de la hija de la directora, leerían las redacciones. Por los aplausos, se decía que había ganado la hija de la directora.

        Vi a mi maestra bajar del escenario. Su rostro estaba triste. Corrí hacia ella y la abracé fuerte.

        No se preocupe, yo nunca voy a dejar que me roben los sueños, le dije. Ella respondió: tené la plena seguridad de que ganaste, sos la mejor.

        Creo que desde entonces empecé a escribir.

        Ya siendo adulta, recordé ese episodio. Muchas cosas habían pasado. La vida paso. No pude terminar el secundario en ese entonces, ya siendo abuela de tres hermosos nietos decidí terminar mis estudios.

        Fui a un plan “Fines”, me recibí. Pero eso era poco. Mi sueño siempre fue, ir a la facultad. No dejes que te roben los sueños recordé, y me anote en periodismo. Fui casi un año, pero no por nada, todo se hace a su edad. Me sentí feliz.

        Realicé muchas cosas, cumplí mis sueños; pero siempre acompañada por sus consejos.

        Siempre en mi corazón Señorita Angélica Coccucio, mi maestra de sexto grado.

ENTORNO.

             Mañana tibia, cielo luminoso, radiante luz.

Preparo el mate, acomodo mis cosas, unas ricas tostadas recién hechas. Hay una brisa suave, agradable, sin olvidar que tenemos un verano muy caluroso; atípico, dicen los que saben.

Día a día veo que la tierra se va agrietando, hay mucha sequía, las plantas lo sufren, contra la Naturaleza no se puede. El ritmo es otro, las aves van cambiando, alterando sus costumbres, lentamente se acercan, buscando los desagües de la pileta y también de la casa.

El problema es grave, pero no deja de ser hermoso estar rodeada de tanta vida. Loros, palomas, garzas, teros, cardenales y tantas otras especies. Las más grandes también se acercan: caranchos, cigüeñas, garzas blancas y también chajá. Estoy dentro de un paisaje multicolor, soy una más de los seres que habitan este lugar.

Días atrás se interrumpió la calma, una bandada de teros rompió el silencio, un ser caminaba sigiloso por el campo, buscando sus nidos. Allí estaban los huevos que ellos cuidan con mucho celo. Era un zorro gris, de pecho rojo que iba tras el alimento, ya que en su hábitat, el humedal, todo se ha secado. El intento fue en vano, y el zorro desistió.

El arroyo está seco, el hábitat se altera, y emigran hacia la ciudad.

Antes de comenzar con el mate, voy a poner la manguera a las pocas aromáticas que van sobreviviendo. Hace un tiempo, tenía unas plantas de tomates hermosas. Los frutos eran grandes y carnosos. Pero día a día, perdían sus frutos. Me llamaba la atención que, de un día para el otro, estos desparecían. O algunos estaban mordidos por un animal. Sin saber cuál era el motivo comencé a levantarme temprano, por si veía algo. No eran caracoles, ni tampoco hormigas.

Caminaba recorriendo el sembrado cuando de repente veo unos ojos enormes que me miran fijo. En su boca tenía uno de mis hermosos tomates. De golpe, corrió cerca de mí moviendo su cuerpo y su cola como un látigo. No supe qué hacer. Me quedé mirándolo como se perdía por la zanja de donde beben las vacas. Era un lagarto overo. Nunca lo había visto antes, sabía que existían, pero en el humedal. Salió de la nada, su color similar a la tierra, digo yo. Medía casi un metro. Me impresionó mucho, quizá él también se asustó de mí.

Si yo le cuento a la gente, que desde el patio de mi casa puedo ver la naturaleza en todo su esplendor, se reirían de mí, seguramente. Sabe Dios qué dirían.

Serpientes bien grandecitas, cigüeñas, garzas blancas, loros, palomas, caranchos, vacas, ovejas, cardenales, y muchas especies más; están a mi alrededor, vivo y convivo dentro de ese marco. Convivo porque dentro de mis posibilidades, les compro alimentos para calmar su hambre, y les proveo de hambre para calmar su sed.

Hoy va a hacer muchísimo calor. El mate está rico, también las tostadas. Me siento parte de este entorno increíble. Y pensar que vivo a quince minutos de una gran ciudad.